
Era verdad. Era un genio francés, amigo
de Bartholdi, el escultor. Había entrado en América en una de las 214 cajas en
las que dividieron la estatua, venciendo las inclemencias del Atlántico, como
todos aquellos pobres de la tierra que ahora contemplaban con esperanza su luz
encendida.
«Enviadme a aquellos, los desamparados, los sacudidos por la tempestad. ¡Alzo mi lámpara junto a la puerta dorada!», decía la escultura. El genio no cabía en sí de orgullo.
«Enviadme a aquellos, los desamparados, los sacudidos por la tempestad. ¡Alzo mi lámpara junto a la puerta dorada!», decía la escultura. El genio no cabía en sí de orgullo.
Además, como
la lámpara no tenía propietario (la Libertad era de todos y de nadie), el genio
cumplía los deseos de tantos como la frotaran. Tuvo mucho trabajo en los
comienzos: concedió hogares, reunió familias y hasta logró el poder de devolver
la vida a algunos que la perdieron en los barcos.
Durante todo
el siglo XX fue testigo de muchas cosas. La lámpara sufrió daños en la I Guerra
Mundial, padeció reformas importantes y se cerró al público. Nueva York crecía,
geométrico y deshumanizado, alejándose cada vez más de su luz.
En 1985, tras
décadas de estar con los brazos cruzados, el genio vio cómo guardaban su
antorcha en un museo y en el lugar de su faro colocaban una masa de oro,
totalmente hueca. Fue entonces cuando gritó: «Ça suffit!», ¡hasta aquí
hemos llegado!, disolvió como pudo su contrato con Bartholdi y se marchó de
allí con la firme intención de no volver.
Se refugió en
una taberna de Marsella, donde contaba su historia a cualquiera que se le
acercara. Allí todos lo tomaban por loco. Decían que murmuraba sin parar: «L’or n’est pas
comme la lumière, l’or n’est pas comme la lumière…». El oro no es
lo mismo que la luz.
Deseos de nunca acabar (Lumen Ilustrados, 2017).
Texto de Vanesa Pérez-Sauquillo.
Ilustraciones de Fernando Vicente.
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